En el fútbol, los detalles marcan la diferencia. Que lo diga sino el ejecutar de este particular córner, que debió aprovechar las bondades del terreno de juego.
En el fútbol, los detalles marcan la diferencia. Que lo diga sino el ejecutar de este particular córner, que debió aprovechar las bondades del terreno de juego.
No todos los ídolos se construyen a partir de títulos. Algunos lo hacen desde la conciencia, desde la valentía, desde la historia. Sócrates, el “Doctor”, fue uno de esos. Un jugador que no solo fue símbolo de talento dentro de la cancha, sino también de resistencia fuera de ella.
En plena dictadura militar en Brasil, mientras el país vivía tiempos oscuros, Sócrates lideró un movimiento inédito en el fútbol profesional: la Democracia Corinthiana. En un mundo donde el jugador solía ser objeto de decisiones ajenas, el “Doctor” y sus compañeros impulsaron una forma de autogobierno al interior del club Corinthians. Cada voto valía lo mismo: desde la estrella del equipo hasta el utilero. Entrenar o no entrenar, concentrar o no concentrar, fichajes, decisiones estratégicas: todo se decidía democráticamente.
Pero lo que comenzó como una forma interna de organización, pronto se convirtió en una bandera. Sócrates utilizó su voz, su prestigio y su inteligencia para enviar un mensaje: el fútbol también puede ser una plataforma de cambio. En un país censurado, el Corinthians se convirtió en símbolo de libertad.
Las camisetas negras llevaban inscritas frases como “Democracia” y los jugadores alzaban sus puños en alto antes de cada partido. En las tribunas, miles de brasileños encontraron un espacio para expresar lo que no podían decir en las calles. Y Sócrates era el rostro de esa revolución.
Podría haberse ido a Europa, pero se quedó. Porque entendía que su lugar estaba ahí, donde el fútbol podía servir para algo más que ganar partidos. Y aunque nunca levantó una Copa del Mundo, su legado es aún más profundo.
Hoy, cuando se habla de activismo en el deporte, cuando los jugadores se manifiestan por justicia, por equidad, por dignidad, hay que mirar hacia atrás. Y ahí estará Sócrates, con su cabeza levantada, con su brazalete al brazo, recordándonos que un gol puede valer mucho, pero una idea clara puede cambiarlo todo.
El legado de Sócrates no se mide en trofeos. Se mide en conciencia. Y sigue más vivo que nunca.
Para Inés Martínez, aún con sus 90 años, nada levanta pasiones como la Universidad de Chile.
No todos los equipos despiertan una pasión que resiste el paso del tiempo, los fracasos deportivos y los años sin títulos. Pero la U no es cualquier equipo. Es una bandera. Un sentimiento que va mucho más allá del resultado del fin de semana, sino pregúntenle a Inés en cada estadio que juegan los azules.
Para muchos hinchas azules, la frase “de la U aunque gane” no es ironía. Es convicción. Es una forma de asumir que el amor por los colores no está condicionado por los puntos en la tabla. Porque ser de la U es creer incluso cuando la historia reciente no acompaña.
La U no ha tenido una década fácil. Títulos esquivos, procesos rotos, promesas incumplidas. Y sin embargo, cada domingo, miles de personas visten la camiseta con el mismo orgullo de siempre. Hay algo en ese vínculo que no se explica con números: se explica con identidad.
El hincha de la U tiene memoria. Recuerda las gestas épicas de los 90, el histórico 2011, los goles de Rivarola, las atajadas de Johnny, la entrega de Osvaldo González, el fútbol de Charles Aránguiz. Pero también recuerda las caídas, las finales perdidas, los años de sufrimiento. Y sigue ahí.
Porque más que un club, la U es una forma de vivir el fútbol. Con pasión, con nervio, con corazón. Sin importar si se gana o se pierde. Lo que importa es estar. Acompañar. Creer.
En una época en que muchas hinchadas se definen por el éxito, la U conserva algo romántico: la idea de que ser hincha es incondicional. Y en eso, tal vez, reside su grandeza.
De la U, aunque gane. Aunque suene absurdo. Aunque parezca al revés. Porque para quien creció amando a la U, no hay resultado que defina ese amor. Solo el orgullo de seguir ahí, siempre.
Carlos Salvador Bilardo no fue simplemente un entrenador. Fue una mente brillante, un estratega que entendió el fútbol como pocos y que marcó a fuego a generaciones de jugadores y entrenadores. Su legado trasciende títulos: vive en la forma de jugar, de pensar y de sentir este deporte.
En 1986, llevó a la selección argentina a lo más alto del planeta. Su sociedad con Diego Maradona es una de las más legendarias del fútbol mundial. Pero más allá del campeonato, lo que dejó fue una manera de entender el juego: obsesiva, táctica, inteligente. Con Bilardo, nada quedaba al azar. Cada detalle contaba, cada movimiento tenía un porqué.
Sus métodos fueron cuestionados por muchos y celebrados por otros tantos. No era un técnico convencional. Podía hablar de alineaciones en una boda o cambiar un esquema en plena madrugada. Vivía para el fútbol, y el fútbol vivía en él. Desde el Estudiantes campeón de América en los años 60 hasta su obra maestra en México 86, su sello fue inconfundible.
Lo llamaban “el Doctor”, no solo por su título en medicina, sino por la precisión quirúrgica con la que diseccionaba los partidos. Cada jugada tenía detrás horas de estudio, cada resultado era producto de un plan meticulosamente ejecutado.
En tiempos donde el espectáculo muchas veces se impone a la táctica, recordar a Bilardo es volver a las raíces de un fútbol pensado, estudiado y apasionado. Su influencia sigue presente en nombres como Diego Simeone, Néstor Pekerman y tantos otros que bebieron de su sabiduría.
Carlos Salvador Bilardo no solo ganó una Copa del Mundo. Ganó el respeto eterno de quienes entienden que, en el fútbol, la cabeza es tan importante como los pies.
La continuidad de Ricardo Gareca al mando de la Selección Chilena se ha transformado, sin quererlo, en una verdadera novela. Pero no una de esas dramáticas y predecibles. No. Ni siquiera es eso. Esta es la columna de Matías Acuña.
Y es que cuando parecía que el "Tigre" dejaba Juan Pinto Durán, se acaba de confirmar que su era al mando de la Selección todavía no llega a su fin.
Por ahora, Gareca sigue siendo el director de esta historia. Y aunque algunos capítulos sean difíciles de digerir, él sigue insistiendo en que el objetivo todavía está al alcance.
Tras el amargo empate de la Roja ante Ecuador por las Clasificatorias, todas las miradas se posaron sobre Ricardo Gareca. El técnico argentino, lejos de lo que se esperaba, aseguró el problema no es él.
En esta columna, Grace Lazcano coincide, en cierta medida con el Tigre. Pero por más que tenga razón, no puede excusarse de hacer una autocrítica por lo que le compete a él: el juego de la Selección.
Y es que sí. Chile no pierde solo por lo que pasa en los 90 minutos. Pierde porque arrastra años de desorden dirigencial, porque la renovación generacional no se planificó a tiempo, porque aún se depende de nombres históricos sin ofrecer alternativas reales.
El mensaje de Gareca es un llamado urgente a mirar más profundo. No se trata solo de cambiar delanteros o ajustar esquemas. Se trata de cuestionar la base: los procesos formativos, las políticas deportivas, el compromiso real de los clubes con el desarrollo de talentos. Y también, cómo no, de la conexión emocional entre los jugadores y la camiseta.
Sus palabras dejam claro que Chile necesita más que un salvador: necesita un proyecto. Pero, a pesar de eso, no deja de ser vergonzoso lo hecho por la Roja hasta el momento en Clasificatorias.
Podrido. Esa es la palabra que, con crudeza, mejor resume el sentir de miles de hinchas en Chile, según Pelotazo.
El público de la Selección Chilena en el Estadio Nacional, tantas veces criticado por su tibieza, ahora se hizo sentir. Los nuevamente tardíos cambios de Ricardo Gareca estaban a la vista de todos los presentes en Ñuñoa, menos para el Tigre.
Y cuando finalmente los hizo, parecía que el resultado, un amargo empate sin goles que nos sigue alejando del Mundial 2026, ya estaba sellado.
A lo largo de los años, los enfrentamientos entre Chile y Paraguay han estado cargados de historia, emoción y, sobre todo, grandes actuaciones. No es una rivalidad clásica del continente, pero cada partido entre estas dos selecciones deja huella en la memoria colectiva de los hinchas.
En esa línea, en su visita el Reino Fútbol, Sergio Vargas recordó su capítulo más alegre en la Selección Chilena: cuando le tapó un penal a José Luis Chilavert.
Sin duda, por cómo se dio su llegada a la Roja, un episodio más que emotivo para "Superman", quien desde ese momento ya se transformó en un chileno más.
No todos los goles se gritan igual. Algunos se celebran desde el alma, otros se guardan en la memoria colectiva. Pero hay relatos que los transforman en leyenda. Para Claudio Palma, voz emblemática del fútbol chileno, hay uno que sobresale por sobre todos los demás.
Como reveló en Reino Fútbol, su relato más querido es el del gol de Mauricio Isla a Uruguay en la Copa América 2015.
No solo por lo emotivo, sino que por la construcción del relato y, obviamente, la instancia en que se jugaba.
Según el propio Palma, el del "Huaso" fue aún mejor que los gritados en los Mundiales y en la mismísima final de la Copa América.
Simplemente, imborrable.
Cuando se habla de los máximos goleadores del fútbol chileno, los primeros nombres que vienen a la mente suelen ser los de Marcelo Salas, Iván Zamorano o Esteban Paredes. Todos referentes, todos ídolos, todos con trayectorias que marcaron época. Pero hay un nombre que, con perfil más bajo pero eficacia demoledora, se alza por sobre todos en una estadística indiscutible: el goleador histórico del fútbol chileno es Osvaldo "Pata Bendita" Castro.
En esta columna, Cristián Arcos nos cuenta la historia del legendario goleador.
Hay jugadores que no necesitan presentación. Basta verlos pararse frente a un balón detenido para saber que algo especial está por ocurrir. Andrea Pirlo es uno de ellos.
Esta semana, una imagen recorrió las redes: un tiro libre ejecutado con maestría, sin carreras innecesarias, sin trucos modernos. Solo talento puro. El balón se eleva por sobre la barrera y se cuela en el ángulo con esa curva lenta y elegante que tanto lo caracterizó. El estadio, aunque sea en un amistoso, se rinde ante la magia.
No es un partido oficial. Ni siquiera una competencia de alto nivel. Pero no importa. Porque cuando el fútbol se convierte en arte, el contexto es secundario. Lo que vimos fue un guiño al pasado, un momento que recordó por qué Pirlo marcó una época.
El gol fue ante Tottenham Hotspur, vistiendo la camiseta de su querido AC Milan en un partido de leyendas. Y aunque las piernas ya no se muevan como antes, el cerebro sigue siendo el mismo. Esa lectura del juego, esa ejecución quirúrgica. Como si el tiempo no pasara.
Pirlo fue mucho más que un mediocampista elegante. Fue un arquitecto en medio del caos. Un jugador que hacía simple lo complejo. Que transformó los tiros libres en pinceladas. Y ver que, incluso hoy, puede repetirlo con esa naturalidad, nos recuerda por qué lo admiramos.
Este tipo de momentos conectan con la nostalgia. Con los domingos de Serie A en la televisión, con los penales a lo Panenka en Mundiales, con el mediocampo de Italia que tocaba como si jugara al ajedrez.
En tiempos de intensidad desbordante, de transiciones eléctricas y pressing asfixiante, ver a Pirlo volver a hacer lo suyo es un regalo. Un suspiro. Un homenaje al fútbol pensado, pausado y preciso.
Como en los viejos tiempos. Y ojalá no sea la última vez.
Carlos Caszely, Fernanda Pinilla, Pedro Carcuro, Sergio Vargas, Marcelo Barticciotto, Edson Puch, Claudio Palma, Iván Zamorano...
Podemos estar todo el día nombrando leyendas que están en Minuto op
¿Y tú qué estás esperando para sumarte?
En el fútbol, los detalles marcan la diferencia. Que lo diga sino el ejecutar de este particular córner, que debió aprovechar las bondades del terreno de juego.