En el mundo del fútbol hay devociones que no conocen de límites geográficos ni camisetas. Y a veces, las redes sociales nos regalan momentos en los que esas pasiones se cruzan de forma insólita y divertida. Tal es el caso de un usuario que, con una edición creativa, vistió a Lionel Messi con la camiseta de Colo Colo, desatando una ola de comentarios y risas entre los hinchas.
“Finalmente, Messi de Colo Colo”, decía la imagen que rápidamente se viralizó. No era una noticia real, por supuesto, pero sí un reflejo perfecto de lo que representa el ídolo argentino para millones de fanáticos: un jugador tan grande que cualquiera querría verlo en su equipo, aunque sea por un segundo, aunque sea por un meme.
Lo interesante es cómo una simple intervención digital puede generar tanta interacción. Porque más allá del chiste, el gesto abre una puerta al imaginario colectivo del hincha. Ese que sueña en grande, que se imagina escenarios imposibles, que se permite por un momento vivir una fantasía futbolera.
Y ahí está el valor. En una época donde las redes están cargadas de polémicas, insultos y divisiones, este tipo de publicaciones le devuelven al fútbol su costado lúdico. Nos recuerdan que también se trata de jugar, de reírse, de soñar.
Messi, por supuesto, seguirá su carrera lejos de Macul. Pero el impacto de su figura es tal que hasta los albos más exigentes se dan el gusto de imaginarlo con la 10 blanca en la espalda.
Porque en el fútbol, todo puede pasar. Y si no pasa, siempre se puede editar.
Para Inés Martínez, aún con sus 90 años, nada levanta pasiones como la Universidad de Chile.
No todos los equipos despiertan una pasión que resiste el paso del tiempo, los fracasos deportivos y los años sin títulos. Pero la U no es cualquier equipo. Es una bandera. Un sentimiento que va mucho más allá del resultado del fin de semana, sino pregúntenle a Inés en cada estadio que juegan los azules.
Para muchos hinchas azules, la frase “de la U aunque gane” no es ironía. Es convicción. Es una forma de asumir que el amor por los colores no está condicionado por los puntos en la tabla. Porque ser de la U es creer incluso cuando la historia reciente no acompaña.
La U no ha tenido una década fácil. Títulos esquivos, procesos rotos, promesas incumplidas. Y sin embargo, cada domingo, miles de personas visten la camiseta con el mismo orgullo de siempre. Hay algo en ese vínculo que no se explica con números: se explica con identidad.
El hincha de la U tiene memoria. Recuerda las gestas épicas de los 90, el histórico 2011, los goles de Rivarola, las atajadas de Johnny, la entrega de Osvaldo González, el fútbol de Charles Aránguiz. Pero también recuerda las caídas, las finales perdidas, los años de sufrimiento. Y sigue ahí.
Porque más que un club, la U es una forma de vivir el fútbol. Con pasión, con nervio, con corazón. Sin importar si se gana o se pierde. Lo que importa es estar. Acompañar. Creer.
En una época en que muchas hinchadas se definen por el éxito, la U conserva algo romántico: la idea de que ser hincha es incondicional. Y en eso, tal vez, reside su grandeza.
De la U, aunque gane. Aunque suene absurdo. Aunque parezca al revés. Porque para quien creció amando a la U, no hay resultado que defina ese amor. Solo el orgullo de seguir ahí, siempre.
Podrido. Esa es la palabra que, con crudeza, mejor resume el sentir de miles de hinchas en Chile, según Pelotazo.
El público de la Selección Chilena en el Estadio Nacional, tantas veces criticado por su tibieza, ahora se hizo sentir. Los nuevamente tardíos cambios de Ricardo Gareca estaban a la vista de todos los presentes en Ñuñoa, menos para el Tigre.
Y cuando finalmente los hizo, parecía que el resultado, un amargo empate sin goles que nos sigue alejando del Mundial 2026, ya estaba sellado.
¿Qué significa ser hincha en tiempos donde el fútbol es cada vez más espectáculo y menos ritual? Esa es la pregunta que, sin querer, se ha instalado con fuerza entre quienes viven la pasión por sus colores. Y la respuesta, como siempre, divide. Esta es la nueva columna de Grace Lazcano,
Por un lado, están los militantes. Esos que no se pierden un solo partido. Que viajan kilómetros por ver a su equipo. Que no solo compran la camiseta, sino que la defienden con el alma. Son los que siguen alentando en la mala, los que arman banderas, los que transforman el estadio en un templo.
Del otro, los espectadores. Los que disfrutan del fútbol, pero a distancia. Que analizan, que critican, que celebran, pero desde la comodidad del sillón. Son hinchas también, pero su vínculo es menos visceral, más racional. Más de highlights que de noventa minutos en el tablón.
En Chile, ambas posturas conviven, a veces con tensión, otras con respeto. Pero lo cierto es que ambas formas de vivir el fútbol tienen valor. Porque al final del día, todos vibran con el gol, todos sufren con la derrota, todos sueñan con la gloria.
Lo importante es no olvidar que el fútbol no es solo lo que pasa en la cancha. Es identidad, es pertenencia, es memoria colectiva. Y ahí, tanto el militante como el espectador tienen su espacio.
Quizás el desafío está en no juzgar al otro, sino en entender que el amor por el fútbol se manifiesta de múltiples maneras. Algunas más ruidosas, otras más silenciosas. Pero todas auténticas.
Ser hincha es un acto de fe. Y como toda fe, se vive a su manera.
En cada rincón de América Latina, el fútbol se vive como una pasión heredada, y con cada torneo internacional, los hinchas se convierten en protagonistas. La Copa América no es la excepción. Esta vez, desde las gradas de un estadio en Paraguay, la voz de los hinchas chilenos y argentinos se hizo sentir.
“Tenía que hablar el mejor 10 de Argentina ahora”, decía uno de los entrevistados. Otro le respondía con humor: “Está bien que hable, si total no juega”. Las risas compartidas y los comentarios cruzados reflejan una verdad ineludible: el fútbol es conversación, debate, provocación, pero también respeto.
En medio del folklore de camisetas, cánticos y banderas, lo que queda claro es que los hinchas entienden el juego como parte de su vida diaria. No son simples espectadores; son analistas, críticos y poetas del balón. Opiniones sobre Messi, la Albiceleste, la Roja, y las figuras del momento fluyen con naturalidad, sin filtros, sin poses.
Este mosaico de voces es parte esencial del espectáculo. Porque sin el hincha, sin su emoción, sin sus reclamos ni celebraciones, el fútbol pierde sabor. Es en la tribuna donde se construyen las narrativas que luego ocupan los titulares. Es en esa mezcla de sabiduría popular y fervor incondicional donde el deporte más hermoso del mundo cobra sentido.
Los que están ahí, alentando bajo el sol, improvisando análisis tácticos entre cerveza y banderas, son los verdaderos guardianes del espíritu futbolero. Y su voz, muchas veces relegada, tiene más verdad que muchas conferencias de prensa.
En la Copa, como en la vida, el hincha tiene la palabra. Y su grito, por muy anónimo que sea, resuena en todo el continente.
En medio de la intensidad de un partido, con la tribuna rugiendo y la tensión flotando en el aire, hay imágenes que logran detener el tiempo. Así ocurrió con una pequeña hincha de Universidad de Chile, que desde la galería no paró de alentar con fuerza, convicción y amor puro por su equipo.
“¡Vamos Julia que tenemos que ganar, dale León!” se le escuchó gritar, con esa voz aguda pero decidida que solo los niños tienen cuando hablan desde el corazón. En su camiseta azul, en su bandera improvisada, y en la forma en que se paraba para cantar cada canción, había una pasión genuina que contagió a todos.
Y ahí estaba Matías Acuña, el jugador azul que no solo reparó en su presencia, sino que también la destacó. Porque el fútbol no es solo noventa minutos y once contra once. El fútbol también es ella. Es esa niña que cree, que sueña, que transmite una fidelidad que ni las derrotas más duras pueden quebrar.
La escena rápidamente se viralizó. No por lo extraordinario de su gesto, sino por lo extraordinariamente auténtico que fue. En tiempos donde la conexión con los clubes muchas veces se siente diluida, ver a una niña de esa edad vivir el partido con tanta intensidad fue un recordatorio de lo que significa ser hincha.
Universidad de Chile atraviesa un momento especial. Y si hay algo que la sostiene —más allá de lo futbolístico— es su gente. Esa que canta, sufre, celebra y que, como Julia, lleva los colores tatuados en el alma desde pequeña.
Ella no pidió cámaras ni reconocimientos. Solo alentó. Pero al hacerlo, nos recordó por qué amamos este deporte.
La Copa es otra cosa. Esa fue la frase más repetida en los comentarios tras el arranque de una nueva edición del certamen más importante a nivel de clubes del continente. No es solo un torneo más. Es una competencia donde cada segundo cuenta, donde la presión es distinta y donde el fútbol se vive con una intensidad inigualable.
Así lo reconocieron los propios protagonistas, quienes coinciden en que disputar la Copa Libertadores no se parece a nada. “Se juega con otra mística, con otra garra, con otra pasión”, decían algunos. Y es que en esta competencia no basta con talento. Se necesita carácter, convicción, temple para resistir y audacia para ir a buscar.
Los errores se pagan más caro. Los triunfos se celebran con más alma. Cada partido es una final. Y eso se refleja en la cancha y en la tribuna. La Copa es un escenario donde nacen ídolos y también donde se derrumban certezas.
Chile, que sabe de gloria reciente en esta competencia, enfrenta un nuevo desafío con una generación en plena transición. El recuerdo de las Copas ganadas en 2015 y 2016 sigue vivo, pero el presente exige nuevos nombres, nuevas historias.
Y ahí está el punto clave: en la Copa no hay margen. La exigencia es máxima. Pero también lo es la oportunidad. Cada jugador que entra sabe que puede dejar huella, que puede ganarse un lugar en la memoria colectiva.
Porque sí, la Copa es otra cosa. Y quien no lo entienda, no dura mucho.
Y para quienes la siguen desde afuera, también es especial. Cada gol, cada polémica, cada momento tenso se vive con el corazón en la mano. Porque cuando el fútbol se juega con esta intensidad, se transforma en algo más que un deporte: se transforma en identidad.
A veces el fútbol sudamericano nos regala postales que parecen sacadas de una comedia. Esta vez fue el turno del Estadio Defensores del Chaco, en Paraguay, donde se vivió una situación digna de un sketch: periodistas chilenos intentando ingresar al recinto... y siendo detenidos por no tener credencial. ¿Lo curioso? Tampoco los paraguayos tenían.
En medio de la previa del duelo entre Chile y Paraguay, la confusión reinó en los accesos. Las autoridades encargadas de la seguridad, visiblemente desbordadas, no permitieron el ingreso a los medios nacionales, generando un momento tan absurdo como real: nadie podía entrar. Ni los de allá, ni los de acá.
“Usted entenderá que no podemos entrar ninguno si no tienen credencial”, decía un funcionario, mientras los periodistas intentaban explicar que estaban autorizados y que la desorganización no era culpa suya. Pero no hubo caso. El protocolo fue más fuerte que la lógica. Y así, quienes debían informar desde adentro, se quedaron fuera.
Este tipo de episodios, aunque parezcan anecdóticos, reflejan un problema de fondo en la organización de eventos internacionales. La falta de coordinación, el exceso de burocracia y la ausencia de soluciones prácticas terminan empañando lo que debería ser una fiesta del fútbol.
Al final, el partido se jugó. Pero la anécdota quedó. Porque en el fútbol sudamericano, la cancha a veces empieza en la puerta del estadio. Y ahí, como en el juego mismo, también hay que saber gambetear.
Insólito, sí. Pero tristemente familiar.