No todos los ídolos se construyen a partir de títulos. Algunos lo hacen desde la conciencia, desde la valentía, desde la historia. Sócrates, el “Doctor”, fue uno de esos. Un jugador que no solo fue símbolo de talento dentro de la cancha, sino también de resistencia fuera de ella.
En plena dictadura militar en Brasil, mientras el país vivía tiempos oscuros, Sócrates lideró un movimiento inédito en el fútbol profesional: la Democracia Corinthiana. En un mundo donde el jugador solía ser objeto de decisiones ajenas, el “Doctor” y sus compañeros impulsaron una forma de autogobierno al interior del club Corinthians. Cada voto valía lo mismo: desde la estrella del equipo hasta el utilero. Entrenar o no entrenar, concentrar o no concentrar, fichajes, decisiones estratégicas: todo se decidía democráticamente.
Pero lo que comenzó como una forma interna de organización, pronto se convirtió en una bandera. Sócrates utilizó su voz, su prestigio y su inteligencia para enviar un mensaje: el fútbol también puede ser una plataforma de cambio. En un país censurado, el Corinthians se convirtió en símbolo de libertad.
Las camisetas negras llevaban inscritas frases como “Democracia” y los jugadores alzaban sus puños en alto antes de cada partido. En las tribunas, miles de brasileños encontraron un espacio para expresar lo que no podían decir en las calles. Y Sócrates era el rostro de esa revolución.
Podría haberse ido a Europa, pero se quedó. Porque entendía que su lugar estaba ahí, donde el fútbol podía servir para algo más que ganar partidos. Y aunque nunca levantó una Copa del Mundo, su legado es aún más profundo.
Hoy, cuando se habla de activismo en el deporte, cuando los jugadores se manifiestan por justicia, por equidad, por dignidad, hay que mirar hacia atrás. Y ahí estará Sócrates, con su cabeza levantada, con su brazalete al brazo, recordándonos que un gol puede valer mucho, pero una idea clara puede cambiarlo todo.
El legado de Sócrates no se mide en trofeos. Se mide en conciencia. Y sigue más vivo que nunca.
El fútbol no es solo un deporte. No es solo goles, camisetas y puntos. Es, como bien lo señaló Jean Beausejour en Reino Fútbol, un movimiento social en sí mismo. Y esa idea cobra fuerza cada vez que una pelota rueda en cualquier rincón del mundo.
En estadios gigantes o en canchas de tierra, el fútbol une. Cruza clases sociales, culturas, religiones e ideologías. El que cree que solo se trata de 22 personas corriendo detrás de un balón, no ha entendido su verdadera magnitud.
El fútbol es identidad. Es cultura popular. Es herencia. Pero también es protesta, espacio de resistencia, herramienta política, canal de expresión. Desde las pancartas en las galerías hasta los cánticos que exigen justicia, desde la visibilidad que le dio el deporte a causas como la igualdad de género, hasta las campañas por la paz, el fútbol ha sido un escenario más para hablar de lo que duele y lo que se sueña.
En América Latina, en particular, esta realidad es aún más intensa. Aquí el fútbol ha servido para denunciar desigualdades, unir pueblos divididos, encender procesos sociales. Los ídolos no solo representan clubes: representan barrios, esperanzas, frustraciones y sueños colectivos.
Y, al mismo tiempo, el fútbol ha sido también un espejo de lo peor: corrupción, racismo, discriminación. Pero su alcance lo vuelve poderoso: lo que se muestra en una cancha lo ve el mundo. Y eso obliga a responsabilizarse del mensaje que se entrega.
Por eso, cuando decimos que el fútbol es un movimiento social, no exageramos. Lo vivimos cada día. En cada gol, en cada hinchada, en cada historia.
El desafío ahora es entender ese poder. Y usarlo. Para construir, para incluir, para unir. Porque si el fútbol tiene esa capacidad de emocionarnos y conectarnos, también tiene la capacidad de transformarnos.
Más que un deporte, el fútbol puede —y debe— ser una fuerza de cambio.
¿Destino Sudamérica?
En su columna, Renzo Luvecce nos trae una reflexión sobre lo que ha sido el presente y pasado inmediato de Alexis Sánchez en el Udinese.
Su segunda etapa en el club italiano ha estado marcada por lesiones y falta de continuidad, además de una serie de rumores que lo ubican de vuelta en el continente americano.
Se ha hablando de la MLS, del América de México, de River Plate y, por supuesto, de la Universidad de Chile.
Pero, ¿qué pasará finalmente con Alexis? Lo sabremos dentro de un par de meses.
En Sudamérica, las puertas para el crack están siempre abiertas.
Eduardo Vargas volvió a hablar... y volvió a ilusionar.
El delantero chileno, figura eterna de La Roja en sus mejores días, rompió el silencio y soltó una frase que remeció al hincha: “Con Gareca vengo a ser feliz”. Palabras sencillas, pero potentes. Porque cuando “Turboman” sonríe, todo un país se permite soñar con una nueva etapa de gloria.
Y es que Ricardo Gareca no solo ha cambiado el sistema, también ha cambiado los rostros. El técnico argentino se ha encargado de recuperar a jugadores que parecían perdidos, y Vargas es el ejemplo más claro. Tras quedar fuera de las nóminas durante meses y ser cuestionado por su presente en Atlético Mineiro, su regreso parece el inicio de una nueva narrativa: la del renacer de los referentes.
En un momento en que Chile necesita volver a creer, la conexión entre un histórico de la Generación Dorada y un técnico con fama de resucitar selecciones puede marcar el camino. Porque Vargas no solo es goles; es Copa América, es espíritu competitivo, es grito de guerra. Y si ahora declara que viene a disfrutar, hay razones para entusiasmarse.
Gareca y Vargas, dos nombres que por separado ya generan expectativa, ahora parecen haber encontrado un punto de encuentro. Uno con hambre de devolver a Chile al primer plano continental. El otro con la motivación renovada de dejar huella, una vez más, con la camiseta que ama.
El mensaje es claro: la Roja está cambiando y el optimismo vuelve a florecer. Y si Eduardo Vargas viene a ser feliz, entonces que venga nomás. Porque el fútbol también se trata de eso: de reencontrarse con la alegría.
La pasión por la selección chilena no se mide solo en goles o títulos. También se encuentra en los gestos, en la emoción pura y en la conexión genuina entre los jugadores y los hinchas. A veces, una imagen, una escena o una frase lo resume todo. Y esta vez, lo que se vivió fue simplemente “todo lo que está bien”.
Un niño emocionado, con la voz entrecortada, lanza una pregunta que parece salida del corazón de millones: “¿Quién es ese hombre que me mira y me desnuda?” La frase, tomada de una canción, parece un guiño de ternura, pero en el contexto se convierte en poesía futbolera. Porque lo que transmite ese instante no es otra cosa que el profundo amor que muchos sienten por La Roja.
No es necesario entender de táctica para emocionarse con este tipo de momentos. No hacen falta estadísticas, ni nombres rimbombantes. Basta con mirar y sentir. Porque el fútbol, en su esencia más pura, es eso: emoción compartida.
Este tipo de escenas son las que convierten a la selección en algo más que un equipo. La transforman en símbolo, en refugio, en ilusión. En una patria de camisetas rojas y gargantas apretadas. En un lugar donde los niños sueñan, los adultos se emocionan y todos, sin importar la edad, sienten que están unidos por algo más grande.
Por eso, cuando decimos que esto es “todo lo que está bien”, no estamos exagerando. Estamos hablando de lo que nos recuerda por qué amamos este deporte. De lo que nos hace creer, reír, llorar, vibrar.
Porque a veces, entre tanta crítica, tanta derrota y tanta frustración, basta un momento como este para reconectarnos con lo esencial. Con lo que nunca deberíamos perder.
Con lo que está bien.
Un nuevo capítulo de sospechas vuelve a encender las alarmas en el fútbol sudamericano. Esta vez, el protagonista es el reciente sorteo de la Copa Sudamericana, que dejó más dudas que certezas entre hinchas, dirigentes y periodistas deportivos.
Según diversas denuncias y reacciones en redes sociales, lo que debía ser una ceremonia de orden y transparencia terminó convirtiéndose en una escena digna de novela: cámaras que evitan mostrar el interior de las tómbolas, bolillas que se abren fuera de foco y una estructura poco clara en la secuencia de los equipos sorteados. El resultado: una sensación generalizada de desconfianza.
Lo más preocupante no es solo el hecho de que se sospeche del proceso, sino que la Conmebol ha cultivado una historia de antecedentes que no ayudan a calmar las aguas. Ya en ocasiones anteriores se había cuestionado la forma en que se organizan y ejecutan los sorteos continentales. Esta vez, el reclamo fue transversal.
Hinchas de distintos países, periodistas deportivos e incluso exjugadores alzaron la voz. “No puede ser que en 2024 todavía estemos hablando de esto”, comentó un exseleccionado nacional en un panel de debate. Y tiene razón. El fútbol sudamericano necesita más que buenas intenciones: requiere de procedimientos claros, visibles y auditables.
Este tipo de situaciones no solo perjudican la imagen del torneo, sino que también atentan contra la esencia del deporte: la competencia justa. Cuando se siembra la duda desde el inicio, el resto del camino queda manchado.
El fútbol, como espectáculo global, debe empezar por respetar a quienes lo sostienen: sus hinchas. Porque si la pelota se mancha desde el sorteo, todo lo que venga después queda bajo sospecha.
Hay jugadores que no necesitan presentación. Basta verlos pararse frente a un balón detenido para saber que algo especial está por ocurrir. Andrea Pirlo es uno de ellos.
Esta semana, una imagen recorrió las redes: un tiro libre ejecutado con maestría, sin carreras innecesarias, sin trucos modernos. Solo talento puro. El balón se eleva por sobre la barrera y se cuela en el ángulo con esa curva lenta y elegante que tanto lo caracterizó. El estadio, aunque sea en un amistoso, se rinde ante la magia.
No es un partido oficial. Ni siquiera una competencia de alto nivel. Pero no importa. Porque cuando el fútbol se convierte en arte, el contexto es secundario. Lo que vimos fue un guiño al pasado, un momento que recordó por qué Pirlo marcó una época.
El gol fue ante Tottenham Hotspur, con una camiseta de AC Milan. Y aunque las piernas ya no se muevan como antes, el cerebro sigue siendo el mismo. Esa lectura del juego, esa ejecución quirúrgica. Como si el tiempo no pasara.
Pirlo fue mucho más que un mediocampista elegante. Fue un arquitecto en medio del caos. Un jugador que hacía simple lo complejo. Que transformó los tiros libres en pinceladas. Y ver que, incluso hoy, puede repetirlo con esa naturalidad, nos recuerda por qué lo admiramos.
Este tipo de momentos conectan con la nostalgia. Con los domingos de Serie A en la televisión, con los penales a lo Panenka en Mundiales, con el mediocampo de Italia que tocaba como si jugara al ajedrez.
En tiempos de intensidad desbordante, de transiciones eléctricas y pressing asfixiante, ver a Pirlo volver a hacer lo suyo es un regalo. Un suspiro. Un homenaje al fútbol pensado, pausado y preciso.
Como en los viejos tiempos. Y ojalá no sea la última vez.
Podrido. Esa es la palabra que, con crudeza, mejor resume el sentir de miles de hinchas en Chile. Podrido del sistema, de las decisiones inconsistentes, de las sanciones arbitrarias, del manoseo constante al fútbol nacional. Lo que en otro tiempo fue pasión y escape, hoy también es canal de protesta, de rabia, de agotamiento.
Las gradas ya no solo alientan. Ahora también exigen. En pancartas, en cánticos, en silencios incómodos, el mensaje se ha vuelto claro: el fútbol chileno necesita cambios de fondo. No se trata solo de un mal arbitraje o de un campeonato deslucido. Se trata de la sensación de injusticia que se arrastra fecha a fecha, torneo tras torneo.
Los hinchas sienten que se juega con su lealtad. Que se castiga a unos con dureza y a otros se les perdona todo. Que el fútbol se ha transformado más en un producto de escritorio que en un espectáculo genuino. Y en ese ambiente, donde todo parece negociado, la pasión comienza a resquebrajarse.
Las manifestaciones recientes, que incluyen lienzos, bengalas y paros parciales, no son actos aislados. Son el reflejo de un malestar profundo, de una hinchada que ya no tolera ser espectadora pasiva. Porque en Chile, el fútbol también es política, identidad y memoria colectiva.
Quizás la dirigencia aún no lo entienda del todo. Pero las tribunas han hablado. Y cuando un pueblo dice estar podrido, no lo hace por moda ni por show. Lo hace porque siente que ya no le queda otra forma de hacerse escuchar.
El fútbol chileno está en deuda. No solo con sus jugadores o técnicos. Está en deuda con su gente. Y esa, la más importante de todas, ya empezó a cobrar.